A pesar de haberme criado en un pueblecito de playa, y con el ideario de la señora de la Barceloneta como prácticamente un monumento al moreno playero, resulta que hasta esas leyendas se quedan cortas cuando lo comparas con la devoción por la playa que se vive en Cádiz. Desde primera hora de la mañana, gentes de todas las edades, sillita de playa bajo el brazo, empiezan a desfilar como hormiguillas, cargados hasta los topes con grandes bolsas, neveras y carritos llenos de todo lo necesario para disfrutar de un día entero en la arena.
Aquí no importa la edad ni las modas. En otros lugares puede que ir a la playa con una silla plegable sea cosa de abuelos, pero en Cádiz hasta los adolescentes pasean orgullosos con sus sillitas de rayas azules, listos para asegurar el máximo confort durante su ración diaria de sol. ¡Todo un símbolo de estatus playero al que Pablo y yo nos hemos sumado!
Y si las yayas de la Barceloneta son iconos, las de Cádiz no se quedan atrás. Es toda una postal verlas por las tardes, reunidas en la playa jugando al bingo hasta que el sol se pone. Rodeadas de nietos correteando, adolescentes ligando y familias enteras bajo carpas alargando la sobremesa. Esa exposición al sol conlleva que el nivel de bronceado de la mayoría de la población sea cercano al negro grafito. Aquí yo, con mi pálido tono, destaco como un letrero de neón y a pesar de llevar varios años intentando abrazar esa tradición, puedo asegurar que no es fácil seguirles el ritmo.
Hablando con Pablo sobre esta devoción playera, me enseñó una foto de la playa de La Victoria y me dijo: "Aquí tienes un buen tema para una newsletter". Y aquí estamos, manos a la obra.
De Balnearios y Baños Reales: La alta sociedad en la playa
En la foto se veía una estructura de techo ondulado a pie de playa y varias mujeres con vestidos de estética sesentera paseando con los mismos aires que lo haría Mrs. Maisel por Nueva York. Con una imagen así, era imposible no ponerse a investigar sobre el tema.
Pues bien, a principios del siglo XX, en Cádiz era normal que las buenas familias (que en aquel momento eran muchas en una ciudad abierta al comercio transoceánico) salieran a pasear a la playa y frecuentaran balnearios como el de La Caleta, vestidas con todas sus galas, sus tropecientas capas, sus cuellos almidonados y sus pamelas. Algo muy de la época, pero muy poco práctico si lo que quieres es coger algo de colorcito.
Estos balnearios se habían puesto de moda a finales de 1800 por la Reina Isabel II, a quien los médicos habían recomendado baños de agua salada para curar su psoriasis, y habían proliferado por toda la península, convirtiéndose en lugar de reunión de la crème de la crème. Pero como todo lo que sube tiende a bajar, en Cádiz el hype de los balnearios también empezó a pinchar. Los que había se quedaban anticuados, y la societé empezaba a tener otros hobbies. Además, el pueblo, amante también del mar, empezaba a reclamar su derecho a disfrutar de esas mismas aguas saladas (y no solo a poder cantarle chirigotas).
En ese contexto gaditano, la ciudad estaba creciendo y empezaba a extenderse fuera de la muralla, hacia las zonas que eran en aquel momento todo campo. En ese escenario, en 1906 se estableció la primera línea de tranvías que unía el casco urbano con lo que antiguamente se llamaba la Playa del Sur, la cual en aquel momento estaba totalmente deshabitada y solo ocupada por dos almadrabas.
Al crecer la ciudad, también lo hacían los sitios de ocio y en aquella zona empezaron a proliferar algunos ventorrillos, que es como se les llama en Andalucía a las casas de comidas que están ubicadas en las afueras. Como pasa siempre, uno cogió más fama y acabó dándole nombre a la playa: La Victoria. Los avispados dueños del tranvía, vista la fama que había adquirido la playa y lo rentable que les estaba siendo su negocio, decidieron invertir en un nuevo balneario mucho más moderno, inspirado en los del sur de Francia, que atrajese a los turistas de la época.
Las casetas retro que ahora echamos de menos
Ambas aperturas, la de la ciudad y la del nuevo balneario (que acabaría siendo un lujoso hotel), fueron el comienzo de la normalización del uso de la playa tal y como la conocemos hoy y el inicio de la mercantilización de nuestras costas. En los 50, con la bienvenida de los guiris a nuestras playas, Cádiz no quería perder la oportunidad de popularizar su litoral y comenzaron a construirse 2 tipos de casetas: de mampostería y de madera, estas más pequeñas y a pie de arena. Algunas de estas últimas eran puestos de venta de helados, refrescos y patatas fritas. En total, se construyeron 700 casetas municipales que dibujaron una de las imágenes más características de las playas gaditanas.
Aunque las de madera podrían ser el telón de una película italiana, las de obra tienen un je ne sais quoi Mid-Century que les otorga un encanto especial, difícil de olvidar.
Las casetas de obra eran conocidas por los gaditanos como ‘las olas’ por su techo ondulado y, a diferencia de las de madera, estaban equipadas con aseo, ducha y algunas incluso con cocina. ¡Todo un lujo dominguero! En aquel fervor social por el veraneo de finales de los 60 y 70, era habitual que varias familias alquilaran una para pasar los días en la playa. ¡Ojo, no eran gratis! En los 70, una de estas casetas podía valer 14.100 pesetas de la época por temporada, que vienen a ser 85 €. Supongo que esa facilidad que te daba tener un lugar donde dejar las sillitas y toallas, y poder darle una ducha al crío antes de irte a casa, afianzó el fervor playero de esta ciudad por echar el día en la playa.
Modernidad vs. Nostalgia
Antes de que os dé por buscar en Google ‘las olas, Cádiz’, os avanzo que en 1984 se derribaron porque, como todo lo que no se cuida, se estropea. Estas casetas no fueron menos. Con los años, se empezó a hacer un uso indebido y, como la gente es muy lista, también comenzaron a construir casetas privadas sin orden municipal y a acaparar parte de la playa para uso privado. Así que le tuvieron que poner freno, y como por aquel entonces el ayuntamiento tenía dinerillos, se propusieron derribar todo el paseo y modernizarlo.
Y aunque por todas partes se elogia el nuevo paseo marítimo de Cádiz, como buena nostálgica de épocas que NO viví, prefiero esta escena familiar costumbrista: familias enteras en la arena alrededor de una mesa rebosante de comida, niños rebozados en helado y salitre o muchachas tostándose al sol. Todo eso mil veces antes que una hilera de gigantescos edificios anodinos con locales comerciales horteras.
Dale al play:
Yo, que compro cualquier cosa que tenga la etiqueta ‘de época’, si hablamos de balnearios, no puedo no recomendaros el seriote-dramón-novelesco que es Badehotellet - Hotel El Balneario. Una serie danesa (me compran de nuevo), inspirada en los hoteles costeros de finales de los años veinte del siglo pasado. PEC que dirían los jóvenes (o quizás ya no, porque está pasado de moda) .
Si ya habéis vuelto al trabajo, abrid la carpeta de fotos y mirad con nostalgia las últimas del carrete :) ¡Espero que hayáis disfrutado mucho!